¡Y el Espíritu sopló fuerte en medio nuestro!

Bellavista se vistió de fiesta, la creación con su belleza otoñal nos regaló el escenario y la atmósfera perfectos para peregrinar y renovarnos. Los días jubilares fueron un soplo renovador del Espíritu y lo necesitábamos, porque si bien la certeza en la conducción de Dios en medio de la vida y de la historia nos inspira, veníamos de un tiempo cargado de inquietud. Incluso la llegada del Jubileo, siendo objetivamente valioso, nos pilló medio de sorpresa y nos fuimos subiendo al “trencito de Bellavista”, lento al comienzo y corriendo después.

     La organización y quienes lideraron la conducción y la animación nos llevaron por senderos nuevos: las redes, los diálogos, los paneles, los talleres, las liturgias, las canciones, la tecnología y la puesta en escena. Para los que no pudieron estar presencialmente, las trasmisiones online permitieron vivir y compartir lo vivido con mucha cercanía, también cada santuario y ermita celebró y se unió a este acontecimiento de gracias.

     Quisiera invitarles a recorrer lo vivido durante estos tres días, a través de tres imágenes:

Un Cenáculo que se mostró vivencialmente en todas sus dimensiones y en todas partes

     Cuando pensamos en el Cenáculo como lugar y experiencia nos dirigimos inmediatamente al relato de Pentecostés: María junto a los apóstoles, las mujeres y algunos discípulos, implorando y recibiendo la efusión del Espíritu de Dios. Sin embargo, el Cenáculo es mucho más: es el lugar de la celebración pascual y la institución de la eucaristía, el lugar del lavado de pies y el amor hasta el extremo, el lugar de la institución del sacerdocio y la oración sacerdotal de Jesús, el lugar de la revelación más profunda del ser y misión del Hijo de Dios, estrechamente unido al Padre y entregado como oblación por el mundo. Es el lugar donde se respira la intensidad y profundidad de la revelación de un Dios humanado en nuestras esperanzas y también en nuestros dolores, junto a la inconsistencia y fragilidad de los instrumentos humanos.

     También será el lugar de las puertas cerradas: del temor, la duda, el reproche, la tristeza y la desilusión. Y será el lugar donde irrumpe el Resucitado con sus llagas pascuales, animando nuestra esperanza y confirmando su llamada, en medio de nuestra debilidad e incredulidad.

     Durante los días jubilares todo Bellavista fue un Cenáculo, teniendo como eje y centro la Iglesia del Espíritu Santo, la que abrió su espacio litúrgico al diálogo, a la reflexión, a la celebración, al intercambio y a la alegría del encuentro. Allí celebramos las tres eucaristías partiendo por la acogida a los peregrinos y la carta de la misión; siguiendo por el aporte de todos en la entrega generosa de un capital de gracias, que no sólo eran oraciones, sino la vida de cada uno; culminando con nuestra Iglesia, en la persona del P. Obispo Fernando Chomalí, quien nos entregó a Jesús Palabra y Eucaristía, lo portó en la procesión y nos dio la bendición con el Santísimo. Al término de esta celebración se entronizó la Cruz de la Unidad, después de su largo peregrinar por nuestra patria.

     Pero, también en la Iglesia, como en el Cenáculo primero, nos sentimos parte de las reflexiones, conversaciones y conclusiones, a través de paneles, diálogos, preguntas, vivencias y acercamientos menos racionales y más coloquiales, incluso la inteligencia artificial se hizo presente para ayudarnos a mirar de una manera ordenada y simple, conceptos principales, oportunidades y desafíos que nos presenta la Misión del 31 de Mayo hoy.

     La iglesia, nuestro Cenáculo, fue también un lugar de celebración y alegría, especialmente la noche del sábado con la “Memoria agradecida”: a través de cantos e imágenes, hicimos consciente que la misión es imposible sin personas concretas que la encarnen.

     Espacio de Cenáculo fueron también, las diversas casas y construcciones de Bellavista, que acogieron no sólo nuestras vidas y encuentros, sino el modo original como se ha ido plasmando la misión, en una variedad de Talleres en los que la unión de la fe y la vida se hacía concreta, a través de la greda, la pedagogía, el servicio público, el huerto, el compromiso social, nuestro fundador, el estudio de la historia y contenido de la misión, la diversidad, la lectio divina, la música, el Schoenstatt para siempre, etc.

     Espacios de Cenáculo fueron también, los comedores, los jardines, los pasillos y calles de Bellavista. Pareciera que el Santuario, nuestro Cenáculo por excelencia, hubiera extendido sus muros, sus enredaderas, su puerta y sus ventanas.

     Y como el Cenáculo es un lugar donde Jesús se revela con intensidad a los suyos, nos acompañó sacramentalmente durante todo el encuentro desde el Santuario, dando sentido a todo lo vivido. Porque la Alianza, el Santuario, el padre fundador, la Familia y la Misión no se entienden sino desde Jesús, porque son nuestro modo original de vivir y trasmitir su misión de amor para el mundo.

Un Padre Fundador presente, a través de la vida, inquietudes y desafíos de su Familia

     Una inquietud era la forma como el padre fundador estaría presente en este Jubileo, porque si bien se trata de la misión que él nos legó y por la cual se la jugó, estamos recorriendo un camino de clarificación histórica y de una mirada más crítica y complementaria, a la forma como hemos comprendido y trasmitido el vínculo con su persona y misión.

     Y podríamos afirmar que el padre estuvo presente, pero no omnipresente: estuvo presente a través de la estrecha relación de su vida con este hito y misión, ya que él vivió personalmente la disociación que plantea nuestra misión, así como el remedio o camino de sanación. Estuvo presente, porque en el núcleo de la reflexión y discusión sobre el valor de las experiencias creaturales como expresión, camino y seguro de los vínculos sobrenaturales, así como su rol como causa segunda para la Familia, están las visitaciones, el exilio y las discusiones que hasta hoy nos acompañan en torno a este hito.

     Presente, porque es nuestro padre y nuestro fundador y, porque estamos llamados a dilucidar e iluminar nuestro vínculo con él de modos nuevos, de acuerdo al proceso personal y comunitario que vivamos.

     Presente, porque lo lindo de este encuentro fue vivenciar una misión encarnada en personas y proyectos, en vivencias y lugares, en desafíos nuevos y abiertos, en diálogos francos y en paneles transversales, en un caleidoscopio, donde una misión está llamada a ser comprendida y encarnada de diversos modos y acentos, según el orden de ser personal o comunitario, la realidad y los desafíos concretos que nos toca vivir y asumir, la originalidad y el camino que Dios ha pensado para cada uno.

     Presente, porque el padre era un apasionado del tiempo y la voz de Dios en el tiempo, y en este encuentro dejamos un espacio importante para abrirnos al mundo, a la realidad y a los procesos, que no son cosificables ni reducibles a un único modo, sino más bien abiertos a la riqueza, diversidad y libertad del soplo del Espíritu.

     Presente como un padre que se alegra cuando sus hijos e hijas asumen su rol de adultos y viven lo que han recibido según su originalidad, sus posibilidades y límites, su aciertos y errores. Aunque él esté en la trastienda, nada enorgullece más a un padre que el protagonismo lúcido y magnánimo de sus hijos. Y en ese sentido este Jubileo tuvo un protagonismo laical importante, desde una mirada complementaria en la cosmovisión de la misión, como en la concreción y plasmación, hasta la toma de conciencia de que cada uno es la misión en sí mismo, en lo que es, hace, donde y con quienes está, cuando se vive con consecuencia y conciencia.

El suave soplo del Espíritu: más que mesianismo, humilde conciencia de misión

     Como se trataba de una celebración y un hito que nos hablan del valor y la necesidad de las experiencias humanas, sensibles y creaturales, para vivenciar la forma como Dios nos ama, conduce y acompaña, la naturaleza (primer signo de la presencia de Dios en medio nuestro), nos sorprendió en este jubileo.

     El día 20, como el 20 de mayo de hace 75 años, llovió torrencialmente, lo que hizo de esta celebración no sólo una lluvia de bendiciones y un racconto con lo que pasó hace tantos años, sino que también nos mostró que lo importante es sencillo, a veces pequeño, mínimo. No habían multitudes, sino los que podían llegar y eso, más que desilusión o crítica, nos tiene que llevar a descubrir el modo como se vive lo grande: con recogimiento y silencio, con humildad y sin pretensiones.

     Pequeña fue también la peregrinación. Al comienzo nos imaginamos “un ejército en orden de batalla”, que haría retumbar las calles de la ciudad y sus alrededores, que sería un acontecimiento casi televisivo y muy mediático. Sin embargo, fue lo contrario: un grupo pequeño y representativo nos reunimos en la Casa de la Misión. En una atmósfera de confianza y recogimiento presentamos nuestros símbolos e intenciones.

     ¡Qué insignificantes éramos en medio de una ciudad que se ha desbordado en todo sentido! Un grupo pequeño e insignificante, como María, José y el Niño camino a Jerusalén entre el gentío; como el padre y las Hermanas hace 75 años. Pero nuestros corazones vibraban, compartían e irradiaban un destello en medio de la estridencia de la ciudad. Más que un batallón dispuesto a eliminar al contrincante, fuimos una pequeña familia portadora de esperanza.

     Y el momento más elocuente fue el soplo (literal), que se dejó sentir al colocar la Cruz de la Unidad en su lugar en el santuario. El otoño nos había regalado colores pentecostales, pero poco a poco una pequeña, pero perceptible ráfaga de viento empezó a bailar en torno a un liquidámbar a un costado del santuario, poco a poco, hasta que las hojas amarillas hicieron su homenaje bailando frente a nuestros ojos y transformándose en el signo del Creador para sus pequeñas creaturas, sedientas de ver y tocar lo que creemos por la fe.

     Una suave, pero perceptible brisa, corriente, soplo, que nos enseña a vivir y trasmitir humildemente lo que somos, compartiendo nuestro carisma en medio de la riqueza de tantos otros carismas, siendo Iglesia en medio de ella como servidores de la vida a la manera de María, acompañando procesos como nuestro padre nos enseñó, amando personalmente y con signos, pequeños pero perceptibles en un mundo sediento de un amor gratuito y respetuoso.

     Regresamos con la sensación de haber sido parte de algo bueno y renovador. Nada de ideologías o recetas, respuestas o exigencias, sino la consecuencia del amor iluminado por ir “el uno en el otro”, convencidos que solo un mundo vinculado desde el amor tiene posibilidades de futuro.

     Al lema le faltó el “por el otro”, pero eso nos toca ahora. Porque el amor vivido y compartido, hay que plasmarlo y comunicarlo en medio de la vida, sencillamente, pero claramente como ese soplo que a todos nos regaló la esperanza de un Dios presente en medio nuestro.

*Crónica – meditación del P. Juan Pablo Rovegno en torno a los días jubilares. Publicada originalmente en la Revista Vínculo en su edición de Junio 2024.

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